Cuando no hay nada que decir...
Cuando E. nos dijo que su papá había muerto, me tardé varios minutos en mandarle un mensaje porque no sabía qué decir. Le escribí esto:
“La verdad es que después de todos estos años sigo sin saber qué decir cuando sé que a alguien se le muere un padre, pero te mando muchos abrazos porque no hay mucho más que decir. También te digo como Sabines, “¡A la chingada la muerte!”, porque this sucks.
Digo todos estos años como si fueran millones. La verdad es que son tres, pero para mí se sienten como millones. Y me acordé de lo que escribía Rosa Montero: “Cuando el dolor cae sobre ti sin paliativos, lo primero que te arranca es la palabra”. No saber qué decir, porque ni siquiera sabes lo que estás sintiendo, y porque la realidad es que no hay palabras.
Ahora que lo pienso, no sé si te arranca la palabra tanto como que no existe nada que decir, no hay manera de verbalizar. Están de más porque sólo existe el dolor inmenso, infinito. La gente trata de buscarlas, y las dice –y la verdad es que el 90% del tiempo la cagan–, pero no significan mucho.
No supe qué decirle a E., yo que muchas veces he pensado que tengo experiencia en esto del duelo, y creo que lo que he aprendido es eso... a saber no decir nada. A callarme ante el dolor de otro, a dejar que gente que lo hace mejor que yo lo diga. Por eso encuentro un poco de consuelo cuando alguien logra dar en el clavo. Nada se comparará con lo que ya escribieron Sabines, o Montero o Didion.
Nadie nos ha enseñado a lidiar con la muerte. Claro, los mexicanos nos burlamos de ella cada 2 de noviembre, desviamos la atención en la fiesta, pero no sabemos cómo enfrentarla todos los días, cuando devasta, cuando el dolor es imposible. Cuando para ti el mundo se detiene. O como cuando te pones a llorar en un Office Max porque ya no tienes quién te ayude a armar tu silla de escritorio. Indefensión. Estoy segura que Gloria Steinem estaba muy orgullosa de mi feminismo en ese momento.
¿Qué hacer? No sé. Cada persona es diferente, y mi consuelo no es el consuelo de mis hermanas, o el de E. o el de nadie más. Yo encontré confort en el hecho de entender que todos nos vamos a morir. Encontré paz en mi propia muerte, porque es lo único seguro, porque es lo único que al final nos hace iguales. Encontré también que nadie entiende tan bien el dolor que siento como mi madre o mis hermanos. En momentos como esos la realidad es que ni tus mejores amigos van a saber qué decir o qué hacer. Algunos se van a esconder o van a evitar hablar del tema porque los incomoda, porque no saben cómo procesar el dolor ajeno. Joan Didion en The Year of the Magical Thinking lo dice: es awkward. Para los demás la vida sigue, pero para ti el tiempo se detiene un poco porque es difícil entender, procesar.
Recuerdo el momento en que me “cayó el 20” que ya no iba a ver a mi papá. La gente siempre piensa que lo más difícil es el funeral, las primeras 48 horas, pero es mucho más feo que eso, porque llega cuando estás solo, porque es cuando todos se han ido que entiendes que te falta un gran pedazo de ti. Mi momento devastador fue el día que regresé al trabajo. Llegué y todos me abrazaron. Pésames, etc. Al salir de la sala de juntas me quedé un poco congelada. El tiempo se detuvo y yo sólo veía pasar a la gente. Fueron meros segundos. Vi gente conocida discutir sobre las mismas cosas de siempre y entonces pensé: “Todo sigue igual. La vida sigue y es la misma, y al mismo tiempo no lo es”. Sabines lo dice mejor que yo:
“Te sobrevive todo. Todo existe
a pesar de tu muerte…”